Me acuerdo de la leche vendida a granel en la vaquería. La íbamos a buscar a la hora exacta de la tarde en la que estaba previsto que llegara desde la vaquería al pueblo. Siempre era como a media tarde y la mujer del vaquero, en el pequeño portal de su misma casa, la despachaba pasándola de las grandes cántaras de alumnio a las lecheras, que cada uno llevábamos, mediante pequeñas jarras medidoras. Era una casa oscura marcada por el luto; la blancura de la leche compensaba. El silencio dominaba el ambiente y se rompía, como con miedo, por el ruido del líquido vertido de un recipiente a otro. No recuerdo en qué momento las lecheras se fueron sustituyendo por garrafas o botellas de plástico reutilizadas, pero de haber sido consciente del cambio, debí haber adivinado que el final de la leche a granel estaba cerca.