Me Acuerdo.

Me acuerdo de las patatas asadas en la fragua. Todo el mundo no ha tenido una fragua en casa. Nosotros sí, con sus ventajas y sus inconvenientes. Era el trabajo de mi padre y estaba al fondo del patio de la casa. Un cuarto en el que la luz que entraba por sus tres ventanas, no lograba poner claridad en el color oscuro del humo, el carbón y el hollín. En ella mi padre fabricaba tijeras y cuchillos, con fuego y martillo como casi únicas herramientas. En las tardes de invierno, desde que anochecía y hasta el final de su jornada, yo, y mis siete hermanos por turnos rigurosos, bajábamos a acompañarle. A veces hacíamos de la obligación un lujo y ensayábamos con herramientas y materias pequeños inventos. Otras veces se convertía en un castigo porque nos privaba de un ocio placentero frente al televisor, o de la compañía y el juego de los iguales. Con frecuencia el acompañamiento iba aparejado a distintas tareas dependiendo del momento en que se encontrara el proceso: ayudar a cortar el acero, picar carbón, lijar o limpiar tijeras, etiquetarlas, empaquetarlas, … Y con frecuencia, aprovechando las ascuas de la fragua, se asaban las patatas que, finalizada la jornada, subíamos para compartir con todos en la cena. Al escribir evoco su sabor dulzón y su textura tierna en la boca que, a pesar de los restos de ceniza que pudieran quedarle, las convertían en el mejor manjar de las noches de invierno.

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