No había llorado el día en que los dejé atrás, en medio de una calmada y tensa espera, con la impresión de que volverían a ejercer su enorme hospitalidad cuidando a otros. Tampoco cuando la carretera de un sábado por la tarde me trajo a casa, sorprendentemente temprano y sorprendentemente sola. Ni cuando llené el depósito del coche planificando la actividad de la siguiente semana. Tampoco al escuchar el discurso solemne del presidente del que entendí que si algo no estaba bajo control, en unos días, quizá semanas, lo estaría.
No lloré cuando la enfermedad mostró su primer rostro y asumí la fiebre y la soledad como únicas compañeras. No lo hice en los días en que la noche y el día se confundieron, tanto como el calor y el frío lo hacían en el extraño sudor que me acompañaba. Ni cuando desperté en mitad de la noche con la certeza de que alguien me había estado cuidando; ni cuando la casa amanecía en un orden que yo no recordaba haberle impuesto en la víspera.
No derramé una lágrima cuando me disculpé innecesariamente de la ausencia en un trabajo que no me echaría de menos. Ni cuando tuve la certeza de que el trabajo había quedado mudo y transformado. Tampoco cuando sentía que trabajaba enormemente en casa, pero que apenas avanzaba en las tareas previstas. No lo hice cuando al retomar el contacto con compañeros y ciudadanos las tareas que habían sido habituales, se me antojaban ajenas.
Tampoco lloré ninguna de las noches en que descubrí la fortaleza de mis padres aprendiendo, por la necesidad, a usar las nuevas tecnologías para seguir uniendo a una familia que se dolía en distintos destinos. Ni cuando descubrí que la distancia no es la que se mide en kilómetros o en el tiempo que media entre salida y llegada, sino en la posibilidad de dar y recibir un abrazo.
Ni siquiera gemí cuando sonó el teléfono con la voz de amigos del pasado preocupados por mí; ni cuando no sonó, y eché en falta la voz de quienes había creído amigos para siempre. Tampoco lloré cuando tuve que pedir ayuda para renovar el aprovisionamiento que se iba agotando; ni cuando la recibí sin necesidad de pedirla. Ni siquiera lloré cuando alguien completó generosamente lo imprescindible con unos botes de cerveza o unas botellas de vino.
Tampoco había derramado una lágrima al imponerme la disciplina de las redes y hacer mío, como improvisado grupo de amigos íntimos, algún grupo de Facebook. Gracias a ellos el horario del día y la pauta semanal se iban marcando a golpe de gastronomía, de lectura o de labores. No lo hice al aprender a compartir una bebida y un puñado de palabras a través de una pantalla, reductora de distancias. Ni al redescubrir las ondas hertzianas como compañeras fieles de mis tardes.
Había tantas cosas que hubieran merecido una lágrima, que no me hubiera sorprendido encontrarme llorando sin excusa. Y sin embargo, no había llorado en aquellos largos días que habían ido pasando uno a uno, con sus noches, con la cadencia de un lento y monótono gotear de agua.
Pero ahora, después de tantas lágrimas ausentes, después de los primeros pasos libres en el campo, mirando al horizonte, con la ciudad a la espalda, al ver los tonos amoratados con los que el cielo anticipa la noche, he llorado. Se me escapó una lágrima que se sabe rebelde y aflora lentamente de mis ojos.
Hoy, que por primera vez después de muchos días, siento en mi rostro el cálido frescor del viento, he sentido congoja en el estómago y humedad en los ojos.
Lo he hecho discretamente. Porque esa lágrima espontánea que ha surgido al andar, ha sido suficiente. Tanto tiempo llevaba cautiva que al brotar libremente del ojo no ha sabido a donde dirigirse. Y ella sola, sabiéndose una lágrima confinada, se ha ocultado de nuevo detrás de la mascarilla que cubre la mejilla. Ella sola ha sabido encontrar el lugar a donde van las lágrimas que nacen confinadas.
16 de mayo de 2020.
Cada lágrima es recogida con esmero por Aquel que las guarda en su vasija, no sé si porque un día nos quiera mostrar su valor o Su Amor. Las nuevas lágrimas después del confinamiento tendrán el valor de mostrarnos que cada una tiene su lugar, y tal vez que las reprimimos demasiado.
Al leerte mi lágrima también se ha escapado. Lágrima de lamento por tal vez no haber sabido estar más cerca. Seguramente los miedos que nos hacen negar lo que nos asusta. Mi amada hermana, siempre presente compartiendo historia. Te quiero.
Esa única lágrima brotaría del corazón tanto tiempo obligado a ser fuerte y autosuficiente!!!
Eres valiente!!!