Son ya cuatro años con Ana Mª Matute solo en sus letras. Aquí algunas de ellas, de las muchas en las que retrató infancias.
«Al principio, la madre le compró algunos juguetes, que la niña agarraba con la mano izquierda, levantaba gravemente hasta la altura de los ojos y observaba con cierta ensoñación. Luego, escarbaba con sus uñitas en ejes, junturas, ruedas y ensambles. En ocasiones, se hacía con un destornillador, martillo o navajita.
Todo esto no era demasiado raro, aunque a la madre le preocupase. Oía quejas parecidas, expuestas por dolientes madres. Pero nunca con tan matemática y casi imperturbable insistencia.
La niña era alta, de pelo negro y liso, ojos redondos y piernas cubiertas de cicatrices, parches y postillas. Andaba siempre de un lado a otro, con aire vago, tocando lo que no debía, manchándose, hiriéndose, rompiendo, metiendo los dedos en lugares inadecuados. Desde siempre —desde que la miró, recién nacida— la madre experimentó sensaciones distintas a las que, según había oído, inspiraban los hijos. Fue como si en aquel momento se estrellaran todas las teorías leídas o escuchadas acerca del sublime sentimiento de la maternidad. Aquel ser no tenía mucho que ver con ella.
No es que no quisiera a la niña. Naturalmente, al principio, su amor era confuso, una contradictoria mezcla de asombro, soterrada alegría, susto, y una cierta pereza ante los acontecimientos. Pero estaba claro que aquella criatura no era el famoso «pedazo de su carne» que tan prolijamente le fuera ponderado como el máximo premio a alcanzar en una femenina vida. Lo que estaba bien claro era que aquel pedazo de carne —no demasiado hermoso en honor a la verdad— era en sí mismo su propio e intransferible pedazo de carne.
La niña se llamó Claudia, por ser este nombre el de una heroína de novela que a la madre le gustó, en su ya lejana adolescencia. Pero de aquella romántica Claudia de sus admiraciones, la nueva Claudia no heredó nada. Resultó una niña (aunque este epíteto no se lo confesara la madre abiertamente) prácticamente funesta, que muy pronto dio señales de un carácter especial.
Entre otras cosas, Claudia comía desaforadamente. Estaba provista de un estómago envidiable, aunque su paladar no pudiera calificarse de refinado: le daba lo mismo una cosa que otra. Primero, contemplaba el plato con expresión concentrada, no exenta de cierta melancolía. Y luego se lanzaba sobre él, y lo reducía a la nada.
Durante los primeros años, la madre luchó con Claudia, intentando inculcarle ciertos modales, explicarle lo que se tiene por comer bien y comer mal. Hasta que, fatigada, hubo de contentarse ante la idea de que Claudia, en puridad, no comía mal. Simplemente, fulminaba la comida, como fulminaba cuanto se pusiera a su alcance. Y como era de gran agilidad y rapidez, trepaba y llegaba a donde nadie imaginaba treparía y llegaría.
A los ocho años, la madre llevó a Claudia a un psiquiatra. Salió de allí llena de confusiones. No creía haber frustrado a Claudia, ni haberle prohibido algo demasiado severamente, ni que su clima familiar perjudicara a la niña, pues tanto su marido como ella eran vulgares y sanos. No recordaba ni tenía noticia alguna de abuelos sádicos, inventores o poetas. Todos fueron modestos comerciantes, sin demasiada ambición.
Claudia entró y salió del psiquiatra sin inmutarse. Poco habladora, persiguiendo seres y objetos con la mirada de sus ojos amarillos (que, a veces, se teñían de una profunda melancolía) sufrió con aire ajeno tests, provocaciones, caricias y análisis.
En ocasiones, al parecerle que Claudia se sumía en una misteriosa, recóndita tristeza, la madre indagaba.»
Ana Mª Matute, 1998