Imaginé que esta historia podría ser buena para abrir el XVI Maratón de Cuentos de Ciudad Real en un momento de muchas despedidas. De la imaginación pasó a la palabra, y hoy se convierte en palabra escrita.
Conocí una vez un duende que había decidido vivir junto a las vías del tren.
Solía decir que las vías son un lugar de paso y eso permitía que quien quisiera, hiciera una pausa en el camino. Por el contrario, decía, las estaciones son ya lugar de llegada; de una llegada provisional de los que tienen decidido ir a otra parte. Por eso él había decidido plantar su morada cerca de las vías del tren. Desde allí podía ver a muchos viajeros que iban y venían; pero podía también disfrutar de la parada de algunos que no tenían del todo decidida su meta o no tenían prisa por alcanzarla.
El duende que yo conocí no tenía edad; su aspecto físico no era importante; tampoco sé si tenía familia. Durante su larga vida había pasado muchas veces, de manera estrepitosa, de la felicidad a la tristeza. Era feliz porque conocía a mucha gente que caminaba en el entorno de las vías. Gente que pasaba, y que en ocasiones paraba para quedarse con él. Entonces charlaban mucho, observaban a otros y se hacían amigos. Pero la alegría tarde o temprano daba lugar a la tristeza. Porque sus amigos siempre eran viajeros que, llegado el momento, tenían que marcharse, y entonces la despedida podía con todas las alegrías que el duende y sus amigos hubieran podido compartir
Un día uno de esos viajeros, cuando adivinó el dolor de la despedida, le dio un consejo y un regalo. No es habitual que consejo y regalo nos lleguen juntos, porque los consejos pretenden influir en nuestras decisiones y los regalos, si son sinceros, son generosos para que hagamos lo que queramos con ellos. Por ello al principio nuestro duende se negaba a recibirlos, pero finalmente la insistencia y la ternura del viajero sin casa que había sido su amigo durante las últimas jornadas, le ayudaron a aceptarlo.
El viajero sin casa le regaló su libreta. Siempre llevaba una libreta en al que anotaba lo que veía, lo que pensaba o lo que soñaba. Decía que esa era su casa, porque lo único que necesitaba para vivir eran sus amigos, sus recuerdos y sus ilusiones. Cuando regaló su libreta al duende le pidió que anotara algo en sus páginas cada vez que pensara en él. “Así, de alguna manera, yo estaré contigo y tú conmigo. Y si algún día volvemos a encontrarnos me la podrás devolver llena de recuerdos que un día fueron ilusiones y de ilusiones que un día, serán recuerdos”.
Desde entonces la librera del viajero sin casa, en manos del duende que vive junto a las vías del tren, va recogiendo relatos de viajeros; personas que caminan, que llegan, que se quieren, y que aunque se marchen y se añoren, se siguen queriendo.
Con el tiempo, el duende que vive cerca de las vías del tren, anotó en la misma libreta imágenes y recuerdos de otros amigos viajeros que pasaron por allí.
Anotó, por ejemplo, el cariño de un viajero solitario que viajaba con una mochila muy pesada porque echaba en ella, a veces sin saberlo, muchas piedras. Cada vez que tenía un problema, o dejaba un conflicto sin resolver para seguir viajando, o se negaba a perdonar a alguien que, queriendo o sin querer, le había herido, otra piedra pequeña caía en su mochila y él seguía viajando cada vez más mayor, con una mochila cada vez más pesada. De su tiempo con el duende que vivía junto a las vías del tren aprendió que era necesario aligerar el peso que cargaba y que podía encontrar razones para hacerlo. Si sacaba una piedra de la mochila cada vez que encontraba un nuevo amigo, o que tomaba el tiempo de hablar con quien le llevaba la contra para encontrar soluciones, su carga sería más liviana. También podía serlo si hurgaba en su pasado para confirmar que algunas de las cosas que le hirieron ya no le dolían, o que algunos de los errores que cometió fueron, a la postre, más insignificantes de lo que parecieron. El duende le sugirió que sacara una piedra de la mochila cada vez que encontrara un amigo a quien podía mirar a los ojos para entenderse sin mediar palabra, o de quien podía despedirse sabiendo que le daría un abrazo del alma si volvieran a encontrarse aunque hubieran pasado muchos años o recorrido muchos kilómetros por separado. El viajero solitario sacó una piedra de su mochila y, antes de reemprender su camino, se la entregó al duende que vivía cerca de las vías del tren. “Seguramente esta piedra entró en mi mochila por razones muy tristes, pero ya no necesito seguir cargándola porque ni las recuerdo ni me ayudan a seguir. Quédatela para que cuando pienses en mi, sepas que soy tu amigo, que siempre te estaré agradecido, y que aunque no volvamos a encontrarnos mi cariño y mi respeto por ti es tan real como la piedra que tocas”.
Junto a la piedra el duende que vivía cerca de las vías del tren conserva también una canica. Se la regaló un niño con dos casas que viajaba, con cierta frecuencia, de la casa de su padre a la de su madre, o de la de su madre a la de su padre. En ocasiones el duende le veía merodear por las vías, un poco errante, hasta que un día se atrevió a preguntarle. No le importaba tener dos casas. En las dos era feliz. Solo quería llevarse a veces las canicas, su juego preferido, de una casa a la otra. Sin embargo se sentía muy triste cuando su padre y su madre no se ponían de acuerdo sobre el mejor momento de su viaje, y debatían si era mejor que fuera o que viniera antes o después del fin de semana o de las vacaciones escolares, solo o acompañado, en tren o en coche, … Entonces, el niño que tenía dos casas se ponía muy triste, cogía sus canicas y se iba a jugar cerca de la estación, solitario y ensimismado, hasta que su padre o su madre le daban las indicaciones para el siguiente viaje y volvían a pedirle disculpas por haber tardado en alcanzar el acuerdo. Las canicas, pequeñas esferas cristalinas y coloridas, eran como su amigo más fuerte, porque las podía apretar en su mano y aunque no lograban que escapara toda su tristeza, si conseguía que volviera a querer a su padre y a su madre y a decirles que no le importaba vivir entre dos casas. Así contó su historia al duende y por eso el duende conserva, con el cariño con el que se conservan las cosas importantes, una canica casi transparente y unas notas en la libreta que un día le regalara el viajero sin casa.
Tiene también un caramelo enorme que le dejaron los Reyes Magos una vez que viajaban preocupados por llegar a todos los destinos antes de que se hiciera de día y habían pensado que igual el tren les ayudaba a llegar de verdad a todas partes en su reparto de juguetes. Los camellos se habían probado insuficientes porque, por mucho que corrieran, sabían que después de la noche de reyes siempre quedaba algún niño o niña sin regalo. Les dolía pensar que generalmente esos niños sin juguete eran habitualmente de los que más escaseces pasaban todo el año. Por eso los Reyes Magos también estaban tristes cuando los conoció el duende de las vías del tren y se empeñó en conocer la razón de la tristeza de quienes, según se cree, llevan la magia y la felicidad a todo el mundo. Cuando se despidieron los Reyes le dejaron un caramelo, que de esos tenían muchos, y el duende lo guardó como ejemplo de que en razón de alegría y de tristeza nada es como parece, y anotó en su libreta, que ahora contaba entre sus amigos con los Reyes de Oriente, que aunque sean mágicos también tienen problemas y tienen que afanarse en buscar soluciones y, sobre todo, en que sus limitaciones no generen tristeza entre los niños.
El duende que vive cerca de las vías del tren nunca ha tenido pareja, pero conserva también anotado en la libreta que le regaló su amigo el viajero solitario, el relato de un chico que apareció de vuelta de la estación con un ramo de flores mustias entre las manos y los ojos cargados de tristeza. Le había visto pasar el día de antes elegantemente vestido con un ramo de flores recién florecidas y cuidadosamente arregladas para agradar. No se atrevió a hablarle en el camino de ida porque le pareció uno de esos viajeros que tienen todo claro y no aceptan interferencias ni distracciones. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente le vio volver, caminando sin prisa y sin rumbo, con las flores mustias, la cabeza gacha y los ojos cargados de tristeza, se atrevió a hablarle y brindarle su amistad. El enamorado había salido el día anterior con un cargamento de flores y de intenciones de revelar a su amada sus sentimientos y se había hecho a la idea de que solo era posible que esta le correspondiera. Sin embargo la chica a la que amaba le había devuelto las flores y le había dejado colgado sin importarle el tránsito entre los sentimientos de amor y los de frustración y desengaño. Pasaron horas solo de suspiros y lágrimas hasta que el enamorado de las flores pudo contar al duende la razón de sus penas; y más tiempo aún hasta que le mirara a los ojos con la intuición de que no había culpable en los daños de amor y desamor. Pasó casi una eternidad hasta que el triste enamorado logró interesarse por algo que no fuera su dolor, y hasta que paso de la sonrisa a la carcajada. Cuando se despidieron, el duende que vive cerca de las vías del tren, decidió que merecía la pena anotar en la libreta esta historia y contar al muchacho entre los amigos que merecen la pena. Y guardó entre las hojas de la libreta, una de las flores del ramo que viajó hacia la amada siendo bello y volvió siendo mustio.
Y así, de cuando en cuando, el duende viejo que vivía cerca de las vías del tren, anotaba en la libreta sus pequeñas historias de amigos para siempre. Y de vez en cuando volvía a leerlas y revisaba todos los recuerdos que había ido acumulando. Al mirarlos no veía los objetos sino a las personas que un día le creyeron merecedor de ellos.
La libreta de un hombre que no tenía casa, pero que tampoco la necesitaba para ser feliz.
La piedra de alguien que llevaba una carga pesada pero que había aprendido junto a él a aligerarla.
La canica de un niño con el corazón dividido por culpa de dos padres que tardaban en acordar sus mudanzas.
El caramelo de los Reyes de Oriente, tristes porque no alcanzaban a conseguir que no quedara ningún niño sin alegría en ningún rincón de la tierra.
La flor, martita y disecada, de un amor que se creía imprescindible pero encontró enseguida que era imposible.
Y cada vez que los miraba, el duende que vivía al lado de las vías del tren estaba más seguro de que no tenía motivos para estar siempre triste. Aunque sus amigos no pudieran quedarse siempre a su lado, el orgullo de ser amigo y el recuerdo de haber estado juntos era como una carta de garantía de que la alegría y la amistad merecían la pena. Solo podía ser así si los amigos que iba encontrando eran para siempre; pero si no eran para siempre, el duende había concluido que seguramente no eran amigos de verdad.
No tenía que ponerse tampoco demasiado triste en las despedidas porque nunca (nunca, nunca, nunca, … se repetía el duende mentalmente) nos despedimos de las personas, aunque se vayan o nos vayamos lejos. Todos nos despedimos de las cosas, y en ocasiones de los lugares, pero es imposible despedirnos de las personas a las que de verdad queremos, porque se quedan siempre en nuestro corazón.