Ayer participé un ratito en una jornada formativa sobre creatividad, emociones y expresión. Concidí con Delia que me prestó un sentimiento para que yo inventara una historia. ¡Gracias!
Era el momento de cortarse el pelo.
Estaba segura de que ya tocaba el fin a esa alegre melena que durante la infancia había llevado, casi siempre, en trenzas entretejidas con la ternura y la paciencia de la madre. Los domingos y festivos la melena iba suelta, peinada con cariño, y adornada con algún lazo o abalorio sencillo.
Después las trenzas fueron quedando solo en la memoria cuando la infancia fue dando paso a la adolescencia y a la juventud. Ahora la juventud, sin irse, daba paso a la edad en la que ya se sabe que se es dueño de la vida y de sus decisiones. No lo había pensado antes, pero incluso cortarse el pelo tenía algo que ver con un nuevo salto entre edades.
Frente al espejo, mientras le trajinaban en la cabeza, se veía con sus largas trenzas y una muñeca abrazada.
Por algún capricho de las neuronas hoy se recordaba así. Esa era su imagen de infancia que venía acompañada con el recuerdo de un día de lluvia.
El agua azotaba el techo, y las chapas que hacían de tejado en su casa sonaban a estruendo. El tejado metálico multiplicaba por mucho el sonido de la lluvia que lo azotaba. Era la misma lluvia que golpeaba mansamente los cristales.
Entre el vapor que difuminaba la imagen que se había ido dibujando en el espejo descubrió, de repente, que no estaba sola con sus trenzas y su muñeca. La madre estaba allí cantándole una nana y contándole historias felices de días de lluvia. Así había sido siempre en su infancia.
Sin embargo, en ese recuerdo que se proyectaba en el espejo mientras la peinaban, por primera vez veía que también llovía en los ojos de la madre. Ahora, solo ahora que sentía que pasaba a la edad en la que no se vuelve al regazo de la madre si no es para acurrucarla a ella, se daba cuenta de que siempre había habido lluvia en los ojos de su madre mientras cantaba nanas o contaba historias que ahuyentaban sus miedos.
Las historias felices que contaba la madre silenciaban el estruendo de la lluvia sobre un pobre tejado de cubierta barata; eran la magia que tornaba sus miedos en calma. La madre había hecho de su infancia una infancia feliz porque, aunque lloviera en sus ojos, había conseguido que la lluvia, las historias y las nanas llenaran en ingenua armonía el tiempo de la infancia y no dejaran paso a los miedos que la madre ahuyentaba con sus discretas lágrimas.
Me encanta esta «historia» real