La mecedora cruje silenciosa ante el gran ventanal y el abuelo mira más allá de la imagen. ¿Cuántos miles de días lleva ya haciendo esto? Delante, detrás, delante, detrás, …. Inercia. Balanceo involuntario para asomarse a un mundo que ni ve le importa. Siempre la calle al frente, aunque la ignora.
Así transcurren los días. Mecidos, silenciosos, penduleados, leves. Como una hoja solitaria que cae despacio intentando evitar llegar al suelo. Así se suceden los años. Despacio y pintados de gris. Así avanza la vida. Quieta, callada, sosegada, inmóvil.
Un día tras otro pasan y se agotan a fuerza de vaivenes repetidos todos frente a un cristal que ya no le dice nada. Y desde que la ventana fue silencio, también enmudeció el abuelo para el día. Poco a poco la palabra cedió el lugar al pensamiento; el pensamiento lo cedió al recuerdo; y el recuerdo se fue volviendo gris, como la niebla. Hasta que un día el recuerdo amaneció transformado en olvido. El abuelo, que un día meciera juegos de niños, y llenara el regazo de niños y de historias, ahora balancea lenta y eternamente su silenciosa amnesia.
Sin embargo en la noche mientras yace en el lecho, la habitación se puebla de fantasmas. Le visitan los vivos que habitaron su vida. Sombras que se olvidan de que fueron reales y ocuparon momentos y lugares diferentes y se mezclan con la penumbra del desvelo. El techo de la cama, en la que duerme insomne, se torna en ventanal hacia otra vida. La noche se acompaña de palabras dichas con la sola voz del abuelo y pronunciadas por todas sus visiones.
Y otra vez la alternancia, como el movimiento doble de la mecedora. Noche, día; voces, silencios; delante, detrás; y de nuevo amanece. Así se cuenta el tiempo en la vejez extrema. Así llegó el abuelo a la no edad en que enfrenta al abismo al que no todos llegan.