Fragmento de Madame Bovary (Flaubert, 1856)
Comenzó el sonsonete de las lecciones. El muchacho las escuchaba con los oídos muy abiertos, atento como en el sermón, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas ni a apoyarse en el codo, y a las dos, al sonar la campana, el maestro de estudio tuvo que llamarle la atención para que se pusiera con nosotros en la fila.
Teníamos la costumbre de tirar las gorras al suelo al entrar en clase, para quedarnos con las manos más libres; había que arrojarlas desde el umbral de modo que cayeran debajo del banco y pegaran contra la pared levantando mucho polvo. Era el estilo.
Pero ya se había acabado el rezo, y el nuevo, bien porque no se fijara en la maniobra o bien porque no quisiera someterse a ella, seguía con la gorra sobre las rodillas. […]
—Levántese —le dijo el profesor.
Se levantó: la gorra cayó al suelo. Toda la clase rompió a reír.
El muchachote se inclinó a recogerla. Un escolar que estaba a su lado volvió a tirársela de un codazo; el muchacho tornó a levantarla.
—¡Vamos, suelte la gorra! —dijo el profesor, que era hombre zumbón.
Las carcajadas de los escolares desconcertaron al pobre muchacho: no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la posó sobre las rodillas.
—Levántese —le ordenó el profesor— y dígame cómo se llama.
El nuevo tartajeó un nombre ininteligible.
—Repita.
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, apagado por el abucheo de la clase.
—¡Más alto! —gritó el maestro—, ¡más alto!
Entonces el nuevo, tomando una resolución extrema, abrió una boca desmesurada y, a pleno pulmón, como quien llama a alguien, soltó esta palabra: Charbovari.
El estrépito surgió repentino y, de golpe, subió in crescendo, con algunos gritos sueltos (alaridos, aullidos, pataleos, coreando: ¡Charbovari! ¡Charbovari!); luego, el estruendo fue declinando en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo a veces de pronto en la línea de un banco o estallando acá o allá, como un petardo no del todo extinto, una risa ahogada.
Bajo una lluvia de castigos, se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, una vez enterado del nombre de Charles Bovary mandando a su titular que lo dictara, lo deletreara y lo releyera, ordenó al pobre diablo que fuera a sentarse al banco de los desaplicados, al pie de la tarima profesoral. El muchacho se puso en movimiento, pero, antes de echar a andar, vaciló:
—¿Qué busca? —preguntó el profesor.
—Mi go… —musitó tímidamente el nuevo, paseando en torno suyo una mirada inquieta.
—¡Quinientos versos a toda la clase! —exclamado con voz furiosa, cortó el paso, como el Quos ego, a una nueva borrasca—. ¡A ver si se están tranquilos! —repetía indignado el profesor, enjugándose la frente con el pañuelo, que acababa de sacar del gorro—. Y usted, el nuevo, me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Después, con voz más suave:
—¡Ya encontrará la gorra, no se la han robado!
No he buscado el texto, me ha venido él a buscar a mí y para mi sorpresa, he dudado si mostraba una escuela del pasado, o del futuro.
Los parecidos con la escuela actual … ¿son pura coincidencia?