III. Dije hola y adiós.

“… tanto la quería, que tardé en aprender a olvidarla diecinueve días y quinientas noches.”

Joaquín Sabina

 

Era un día claro de invierno. Luminoso. De esos que, vistos por la ventana, parecen falsos decorados de primavera. La temperatura, en pleno medio día estaba más lejos que cerca de los diez grados centígrados, pero el cielo  azul radiante apenas se dejaba blanquear por alguna nube.

Había pasado la hora punta y el tráfico en las inmediaciones del centro comercial, como la temperatura, se reducía al mínimo. El parking casi estaba vacío.

Juan no había hecho la compra nunca. Lo pensaba al tiempo que introducía la moneda en el carro y repasaba mentalmente lo que no se le podía olvidar. Había hecho una lista pero la había olvidado en casa. Desde que se casó sus tareas de mercado habían sido básicamente acompañar a su mujer o hacer algún recado ocasional con instrucciones claras, pero nunca una compra de principio a fin. Tampoco antes de casarse. A los de su generación la compra, la comida y las ropas, se las dieron hechas su madre o sus hermanas.

Avanza con el carro y mueve los dedos, evitando que se note, en el bolsillo. Vuelve a repasar las cuatro cosas que no puede olvidar. Recuerda el programa infantil que veía con sus hijos, no recuerda ya cuando, en el que una niña, quizá Mafalda, repetía musicalmente la lista de la compra.

Lourdes tenía que comprar algo para la cena. Desde que se quedó sola en la casa no había hecho una compra organizada y apenas quedaban en la nevera ingredientes para preparar algo. No había previsto qué comprar y esperaba inspirarse en el supermercado. No sabía muy bien si la separación le había quitado el apetito o había acabado con la disciplina culinaria que había mantenido durante tantos años. No quiere comprar mucho. Pasa indiferente por la fila de los carros y tira descuidadamente de uno de los cestos que se amontonan a la entrada.

Juan se lo toma como un paseo y va parando cada pocos pasos para  mirar los estantes que se le antojan un espectáculo de productos. No sabe qué comprar, pero todo le parece atractivo. Tras poner un paquete de mantequilla y unos huevos en el carro, decide parar en la carnicería.

¿Me pone unos filetes? – pregunta con aparentada espontaneidad.

¿Ternera? – pregunta el matarife pasando una y otra vez el afilador por el borde del enorme machete que sujeta al aire con la mano izquierda.

Vale – responde al tiempo que descubre su ignorancia y construye apresuradamente una respuesta para disimularla – si, para hacer a la plancha para unas dos personas.

¿Algo más?

Pollo. Pechuga si es posible.

¿Entera o en filetes?

Mejor filetes, si no le importa.

¿Importarme? Como le haya indicado la parienta, que luego ya se sabe, … – responde el carnicero intentando quitar drama al rostro del cliente.

Eso, … si, … no me acuerdo. Pero creo que son filetes lo que compra, … – dice o piensa.

¿Es todo? Tengo unos choricitos artesanos, que están para morirse,

No gracias; ya está todo – y alarga el brazo para coger la bolsa que el dependiente le deja sobre la vitrina una vez que ha puesto el ticket dentro y la ha sellado.

Se aleja decidiendo si volvería a hacer así otra vez la compra o pasaría directamente por los lineales refrigerados. Iba a comprar pescado, pero decide dejarlo para otro día y se va a echar un vistazo a los pasillos de droguería.

Mientras, Lourdes ha recorrido apresuradamente todo el supermercado. Quiere coger cuatro cosas e irse corriendo y aunque sabe casi exactamente donde está cada cosa, se mueve desorientada.

Evita pararse en la carnicería para que no la salude el carnicero, que ha debido echarla de menos estas semanas. Pan de molde, huevos, leche, un poco de fiambre, … cree que será suficiente para unos días y después decidirá si se organiza o sigue abandonada. Pasa por el pasillo de los lácteos y no puede evitar coger unos yogures de sabores. Después devuelve el lote a su lugar de origen. No quiere llevarse los que compraba para él, y coge rápidamente otro paquete que nunca había probado.

Va desde allí a la sección de perfumería a coger una crema y un poco de jabón, y se va, con la cesta de plástico rodando a su lado, hacia las cajas.

No hay mucha gente pero toca esperar a que un par de carritos para familias numerosas acaben su proceso. Solo entonces se detiene y observa el supermercado, casi vacío en el espacio del medio día. Nunca había comprado a esta hora, porque estaba en casa cocinando o recogiendo la cocina. Pero no es mala hora, piensa, porque no hay mucha gente y no se encontrará con muchos conocidos.

Pronto, mientras espera, alguien se añade a la cola tras ella. Tira de su cesto para aproximarlo al mostrador y empezar a preparar su pequeña compra en la cinta. Se agacha y saca en una mano el pan de molde y en otra los yogures, y al levantarse un escalofrío le recorre la espalda.

– No es posible, serán otros zapatos casi iguales, y unos pantalones idénticos, … ¡y están tan mal planchados!

Pero cuando acaba de levantar la vista y los yogures sus miradas se cruzan.

Lourdes quiere salir corriendo y abandonar la cesta y los productos. Pero no puede, sobre todo porque ya está dentro del pasillo que queda entre las cajas y tendría que saltar por encima de alguien para hacerlo.

Esboza una sonrisa que le sale entre triste y agresiva, y dice “buenas tardes”.

Hola. ¿Qué tal? – responde Juan intentando esconder que le tiemblan las manos.

Bien. ¿Cómo te las arreglas?

Ya ves. Aprendiendo a hacer compra.

Yo limpié ayer el coche que tú siempre limpiabas. ¿No necesitas nada?

Ya pasaré algún día a recoger el resto de la ropa y algunos de mis libros. Te llamaré primero.

De acuerdo. Si quieres los tengo preparados – y se arrepiente sin terminar de decirlo, porque no quiere ayudarle a que se vaya del todo.

No hace falta. No tardaré mucho.

La cajera de al lado les llama la atención. “Señores pasen por esta caja”. No estaba cuando ninguno de los dos llegó. Juan se despide y se cambia de fila.

La vida sigue en el centro comercial y ambos, sin conciencia de ello, se suman con un tarareo mental a la música de ambiente que sigue sonando. Ambos canturrean al salir del supermercado por caminos distintos; Lourdes con una lágrima que escapa detrás de las gafas oscuras y Juan apretando la mano contra sí mismo dentro del bolsillo.

 “…tanto la quería, …”.

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