Un afilador que es un extraño en un universo femenino. Un texto de ficción en un contexto real. Quizá un extraño juego de recuerdos y palabras.
Nohemí
“¡Afiladooooor!” – Y el afilado sonido de la armónica se expande por el barrio.
Nunca ha utilizado los servicios de un afilador, y sin embargo le cuesta imaginar el pueblo sin él. Se imagina que, en su itinerante laborar, también visita otros pueblos, pero tienen menos mérito.
Catalina siempre ve pasar al afilador en su pueblo. Es un pueblo de La Mancha, y sin embargo, tiene cuestas por todos sus costados. Parece como si a la gran llanura le hubiera salido un grano, y en el grano, hubieran creado un pueblo.
¿Los pueblos se crean o se construyen? En eso piensa Catalina y se ratifica en que el suyo es un pueblo creado. No es un pueblo moderno, diseñado y planificado previamente. Ha estado allí durante muchos años y se ha ido creando poco a poco con las aportaciones de muchos. Ella nunca ha vivido en otro pueblo.
De tarde en tarde escucha el aviso y oye a las vecinas salir con sus tijeras y navajas. Le gusta quedarse tras el cristal y ver como, en apenas un momento todo el instrumental queda afilado y fino.
Piensa Catalina cuántos pueblos habrá visto este hombre; y si los diferencia o le parecen todos el mismo. A ella le resulta difícil orientarse si sale de su barrio, aunque ha vivido en el mismo pueblo, todos sus veinte años.
Piensa que tiene suerte, porque por tan solo unos metros, vive en la parte llana. Hay, delante de su casa, un pequeño jardín que hace las veces de rotonda para el tráfico que llega siempre desde la izquierda. Al frente, a la derecha, lo que fueron quiñones y hoy son un barrio nuevo. Algo más a la izquierda, casi recta, una calle empinada que, por si fuera poco, termina en escaleras.
Podría bajar, abrir la puerta, salir, cruzar la calle, y sin llegar al inicio de las cuestas, unirse a las vecinas.
El hombre ha parado su bicicleta al lado de la acera, donde las cuestas que ve desde su ventana, eligen caminos diferentes. Allí mismo ha puesto en marcha el pequeño motor que mueve la piedra de afilar. Una a una va atendiendo a las mujeres y recogiendo las pocas monedas que ellas le dan a cambio. Debe de ser parco en palabras; del saludo a la despedida pasando por el precio y el agradecimiento.
Algunas de las mujeres se marchan enseguida, otras, sin embargo, se han hecho su huequito en la calle, y al pie de las paredes encaladas, cerca de la bodega, en difícil ángulo con la inclinación de la calle, permanecen hablando de sus cosas.
No son cotillas, solo hacen un poco de repaso a lo que cada una ha sabido de nuevo.
Manuela, la del moño, tiene costura en casa. Cose para una fábrica y le ayudan un par de chicas, aprendices, si la tarea se extiende. Entre hilo y puntada siempre hay lugar para el alboroto. Y entre alboroto y calma siempre cabe algún chisme. La fulana que se ennovia, la preñez de una vecina, o el flirteo indiscreto de un casado.
Andrea siempre fue viuda. Catalina no conoció a su marido. Tampoco le ha visto ningún traje claro. Vive dos puertas antes de su casa. Es una casa enorme con portada y tres balcones. Tampoco ha estado nunca Catalina más allá del umbral, ni ha visto nunca entrar a nadie. Sacó a afilar un hacha y la navaja.
Hoy se les unió Aurora, la hija del droguero. Como el negocio es próspero han hecho obra este verano. La casa es diferente a todas las demás. Todas tienen el patio dentro y la fachada sobria. Ellos hicieron un pequeño jardín delantero y pintaron el muro de color rosa palo. Es más joven que el resto, pero le gusta hablar y estar con ellas.
Si las noticias salen del taller de Manuela, es Aurora la voz que las confirma. Si ella no sabe nada es que el rumor no es cierto.
Por un momento han captado toda su atención y ha perdido de vista al afilador. “¿Qué camino ha tomado?” – se pregunta.
Si escogió la cuesta del quiñón habrá subido andando, tirando de la bici con las manos, y ya es probable que haya llegado arriba. Después de dos manzanas la cuesta se suaviza. No tocará la armónica hasta llegar más lejos, porque la acera derecha la ocupan casas nuevas, sin vecinos, y la de la derecha el parque chico. No encontrará clientela hasta el final del parque.
Por la segunda calle también tendría un descanso. Toda la acera izquierda la ocupa la bodega. Se encala de año en año, por vendimia. En frente las casas de las viejas.
Sonríe Catalina al escuchar su propio pensamiento “las casas de las viejas”. Recuerda, siendo niña, cuántas veces jugó delante de ellas. Entonces el tráfico no era un problema y el tiempo se medía de otra manera. Un trozo de yeso seco para pintar los cuadros, un tejo para el salto y dos o tres amigas. Hoy le llaman rayuela pero ella y sus amigas siempre jugaron al truque; es lo mismo.
Era divertido el juego, por sí mismo y porque las mujeres siempre salían a gritarles que tuvieran cuidado. “Vais a esconchar el zócalo, que está recién pintado”, “Jugad más arriba que no tienen enfermos”, o “Niñas, marchad a casa, que es muy tarde y va a salir la bruja”. Cada tarde, al iniciar el juego, habían intentado adivinar quién gritaría primero.
Pero no, no ha subido el afilador por esa calle. Alcanza a ver el fin desde la ventana y no hay rastro del hombre. No le resultaría fácil subir la bicicleta y toda la herramienta por las escaleras que la enlazan con el centro del pueblo. Aunque quizá podría, en el jardín enano de la fuente, descansar un momento. La fuente está cerrada, pero queda el pilón seco, un ciprés y la vieja cabina de teléfono que casi nadie usa.
Cuando la edad del juego fue dando paso a la de las tertulias confidentes gastaron allí no pocas tardes de verano.
Ha debido tomar el camino llano dejando detrás el camino andado. No alcanza a verlo sin perder la discreción de su ventana. Llegará hasta la plaza por aquí, pero no podrá hacerlo sin pendientes. Si toma la primera alcanzará pronto la espalda de la iglesia. Si toma la segunda bordeará la casa de los condes.
Siguen hablando las mujeres. Es el turno de Aurora. Catalina no puede oír sus palabras pero lee en sus gestos extremos su total desacuerdo.
Volverá el afilador en unos meses con su silbo afilado como anuncio.