El café humea. Tiene sabor a hogar aunque lo toma en un local de paso. Es un café diario entre desconocidos que empiezan a dejar de serlo.
Ana maneja la máquina mejor que nadie. Si es ella quien prepara el primer café de la mañana el desayuno sabe mejor; la cafeína anima más. El día que lo hace su marido, por muy jefe que sea, el líquido tostado es poco más que eso.
Ella es fiel en sus horarios, y quizá por eso sus anfitriones se han ido haciendo fieles en su cuidado. Les basta verla entrar para preparar su café. Leche, la justa para ser algo más que un cortado y algo menos que un tazón. Ningún sobre de azúcar en el plato. Hace tiempo que dejaron de ponerlo y no hizo falta más explicación. A cambio empezó a aparecer un trocito de chocolate. A veces ni siquiera está envuelto. A veces es incluso un pellizco de apariencia infantil de una de las tabletas que Ana usa en cocina. Unos minutos más tarde la tostada. Pan del de toda la vida, dorado al fuego pero sin pasar. Aceite, tomate y sal. En ese orden. Al lado, enseguida (si es que no estaban ya allí desde su entrada), los periódicos apilados uno sobre otro en cualquier orden.
Y de nuevo hoy los periódicos quedan intactos.
Sus ojos no van más allá de la portada que el azar dejó a la vista. Ana mira de soslayo, sorprendida por el cambio operado en la secuencia de actos de esa mujer menuda, familiar aunque desconocida, que no ha dejado de tomar el desayuno en su pequeño café desde que empezara a ir por la sede de un partido político enfrente de su bar. Puede que sea empleada. Nada sabe de ella.
Termina el desayuno. Como siempre en estos pocos años, reserva un sorbo de café para el final y después, cuando la taza está vacía del todo, introduce métodicamente los restos de servilleta en la taza vacía y se levanta. Si hubiera mirado alguno de los periódicos, ahora lo estaría cerrando y ordenando el montón, antes de dejar sobre la barra las monedas justas para pagar su desayuno. Después se despediría amablemente y cruzaría la calle.
Pero hoy tampoco lo hace.
Deja sus monedas y mira a Ana quien, antes de escuchar “hasta mañana” y responder “adiós” como es ya costumbre entre dos desconocidas, le sonríe y clava su mirada durante dos largos segundos en sus ojos. Y en ese tiempo, que es el justo, solo le dice, “hoy tampoco la prensa cuenta buenas noticias”.