«La bebida apaga la sed, la comida satisface el hambre; pero el oro no apaga jamás la avaricia.»
Plutarco
¿Quién no ha dicho alegremente esta expresión castellana con la satisfacción de haber sido feliz y estar preparado para asumir las consecuencias, menos felices, que puedan derivarse?
Veo los informativos y me pregunto, un día tras otro, si todos los que han sido felices con lo ajeno, lo valoran igual. Me pregunto si los especialistas en “tarjetas opacas” de verdad pensaban, que el baile les tocaba por justicia; si nunca pensaron que bailar a costa de la inmovilidad enfermiza de la mayoría de ciudadanos, a quienes ya se habían encargado de culpabilizar por vivir dignamente, podía pasarles factura. No sé si alguna vez tuvieron la impresión de que eran ellos, y no los muchos ciudadanos honrados, quienes habían vivido por encima de sus posibilidades. Posibilidades que, dicho sea de paso, ya estaban desde el mismo punto de partida muy por encima de las posibilidades de todos los demás. Pero el cinismo de quien se ha convertido (si es que no ha sido siempre) en amigo letrado de lo ajeno, le mantiene bailando de manera indecente, como si nunca fueran a quitarle lo bailado.
Y no se han apagado las luces de una fiesta cuando el escenario nos deja entrever un nuevo show, el del blanqueo de dinero y perversión de lo público para el beneficio ilegal, ilegítimo e inmoral de algunos. Y de nuevo el baile de unos pocos se convierte en la pesadilla de los más.
El estado de shock es colectivo para una sociedad que se ha visto acusada de haber vivido en un nivel que no le correspondía; de haber entrado a un baile al que no estaba invitada. Como si tener sanidad, educación, bienestar social, cuidados paliativos, casa, y hasta vacaciones, hubiera sido un lujo transitorio e inmerecido para gran parte de los ciudadanos. Y entre tanto, de manera inmoral, quienes nos acusaban, van cayendo víctima de una epidemia más maligna que el Ébola, porque nace de la misma voluntad de las personas que se piensan más merecedoras de todo lo que se paga con dinero, que el resto de sus vecinos.
Y quizá haya, entre los espectadores del baile de lo ajeno quien, con mitad envidia mitad resignación, se sienta a medias satisfecho por ver a los danzantes esposados, detenidos, o mendigando cantidades astronómicas para seguir bailando. Tal vez haya quien piense que han disfrutado tanto que no podrá arrancárselo o hacérselo olvidar ni siquiera el saberse descubierto y perseguido. Y de nuevo la frase, tan castellana como ambigua “¡qué les quiten lo bailao!”.
Sin embargo no es a los Rato, Blesa, Granados, Martinez Barrazón, Marjalier, Acebes, y un largo etcétera de sinvergüenzas, inmorales y sin escrúpulos a los que será difícil quitarles lo bailao, por mucho juicio interminable que soporten o por mucha indignación pública que les salga al paso.
Será al resto, espectadores de su baile, a quienes será complicado sacarnos y hacernos olvidar la escena. Porque este baile ha sido por encima de los derechos de todos los demás, ciudadanos de a pie que apenas llegamos a entender que macabro espectáculo sucede ante nosotros y en qué hemos podido ser cómplices. El baile de unos pocos, (aunque se nos parezcan multitudes), ha pisado el deseo de todos a vivir igualmente en democracia. Han bailado de manera macabra sobre el sueño del resto de alcanzar prioridades que nos hacen ciudadanos humanos y no súbditos. Han bailado con saña sobre el derecho escrito, en leyes y en conciencias, a disfrutar de escuelas y hospitales sin excluir a nadie porque ha nacido lejos.
No sé si la justicia podrá “quitarles lo bailao” en el sentido estricto que no alcanzan a escribir estas palabras. Pero me duele más, mientras escribo, la certeza de que al resto, que miramos con estupor como engorda la lista de ladrones ilustres, si que será difícil que nos quiten el dolor de haber sido la alfombra de sus bailes.