No quiere decir nada, pero no aleja de su mente ni el miedo ni la rabia. Higinio ha visto marcharse a muchos huyendo de una guerra segura, aunque ellos decidieron quedarse y coger la cosecha. Les ha oído contar atrocidades de las que nunca creyó capaz ni al peor de los hombres ni al más cruel de los guerreros. Ha estado en mercados vacíos y ha percibido pánico en el rostro de los que se quedaban. Ahora ha visto también un resplandor lejano en medio de la noche y ha olido en el aire el rescoldo de los campos quemados. Por eso, en medio del silencio, se agacha a recoger su cesta con unos pocos panes y un puñado de frutas y, al levantarse, observa a Domiciana intentando ocultar el dolor que le embarga. Le ha dicho que se marchan por no quedarse solos. No le habló del peligro certero que arrasará sus campos.
Ella está lista. Lleva un pequeño atillo con los imprescindibles. Inician el camino dejando a sus espaldas la casa que crearon con sus manos y los campos que araron. Se oyen ecos de llanto. Avanzan unos pasos en medio del silencio que duele por solemne. Domiciana aprieta la trabajada mano de Higinio y sin mover la vista del camino sentencia con voz clara: “Cuando haya pasado Atila, volveremos a cultivar los campos”.