Me ha dolido escribirlo. Es el precio de recrear verdades en contextos inventados. Mi amor a todos los protagonistas es lo más cierto. Para entenderlo necesitáis conocer el poema «Antonia» en este mismo blog (http://ponteaescribir.com/antonia).
La abuela repite, como si rezara, los versos que muchos años atrás habían quedado tatuados en su memoria. Parece que no le duelen porque forman parte de las letanías con las que acompaña el balanceo de la mecedora cada tarde desde que perdió la noción de los días.
Mece y mece. Y entre tanto cae la tarde.
Ninguna de sus cuidadoras han conseguido descifrar el murmullo que se le queda entre los dientes, casi siempre al atardecer. Lleva más de setenta años repitiéndolo.
Lo aprendió amargamente cuando el mozo de la casa en la que servía se lo leyó la primera vez.
Había encontrado un pañuelo escrito entre las ropas del esposo preso. Preso o muerto. Nunca sabía si sería la última vez que lo visitaría entre sombras. No recuerda si estaba en el último hatillo que servia de intercambio de ropas y miseria.
Los ojos del mozo se llenaron de agua. Sabía que era un adiós, y que era peligroso hasta decirlo. Le aconsejó que quemara el pañuelo, pero ella se negó. Lo metió con prisas en el pecho, entre las arrugas del corpiño. Y no lloró.
Desde entonces lo había repetido todas las noches para no olvidarlo, pero nunca se lo había dicho a nadie. No recuerda cuando dejó de llevarlo en el pecho; ni si lo quemó.
No dejó de repetirlo cuando el zagalillo creció.
Ni cuando los días mejoraron.
Tampoco cuando llegaron las segundas nupcias y la vida se abrió paso con otros zagalillos que alborotaban la mísera cueva a la que llamaron casa.
Lo siguió repitiendo cuando emigraron.
Y luego, también cuando vinieron a mejor.
Solo una vez, muchos años después, pidió a otro de sus hijos que lo escribiera. Temía que los males de la edad se lo robaran.
Y él lo hizo. Anotó una a una, sobre una hoja de papel rayado, las palabras que madre le dictaba. No preguntó. Sabía que venían de la vida de antes; del dolor de su primera vida que nunca les negó. Después llegaron ellos, hijos de la segunda vida. Había sido ella, con sus letanías y sus silencios, la que había logrado que todos fueran una sola familia.
Hoy, la abuela, de nuevo repite como si rezara los versos que muchos años atrás habían quedado tatuados en su memoria. Solo ella sabía que los tenía escritos, por si acaso el olvido, en una hoja de papel rayado en el armario, con el bolso del luto y la mortaja.
Ahora duda. Siempre había dudado en el final. No le había importado.
Estaba segura de que había cumplido la tarea que el padre preso le encomendó. Al susurrarlo por última vez, decide terminar el poema dos veces. El último verso, el de su desmemoria, lo diga como lo diga, le acerca al padre y al hijo como una misma cosa.
“Edúcalo mucho y bien, que mi fin sean sus principios.
Edúcalo mucho y bien, que su fin sean mis principios.”
Después se hace de noche. La mecedora para. Y el silencio inunda el cuarto en el que la abuela ha repetido por última vez los últimos versos.
Me has hecho llorar. Ya me ocurrió con esos versos que sabes que te he pedido que leas tú porque nadie podrá darle más sentimiento que quien es sangre de la sangre de aquel al que injustamente le fue arrebatada la vida, al mismo tiempo que de forma indirecta le robaban una parte del alma a tu abuela por mucho que ella intentara recordarla día a día a través de su letanía.
Podría ser una maravillosa historia de amor, pero la sinrazón que se pretendió instalar a través de la represión que evitara que el miedo se fugara por ningún resquicio de la sociedad, hace que sea inmensamente triste y que por mucho que 80 años después preguntemos por qué, no hay ni habrá respuesta. Como mucho actos de dignidad que, aunque no resarzan del dolor, si suponen un pequeño empujón de justicia para restituir aquello que nunca debió ser arrebatado.
Imagino a tu abuela, aún sin conocerla, repitiendo esos versos que quizá la mantuvieron atada a la tierra, pero sobre todo imagino a tu abuelo, firme en sus convicciones, instándola a seguir adelante, a cuidar de su hijo y esa preciosa frase llena de significado y valores: «que mi fin sea sus principios».
Una herencia maravillosa que legó no sólo a su familia sino a todos, me incluyo si me lo permites, en los momentos de dolor.