La tortuga.

Final del cuento del mismo nombre de Patricia Highsmith.

Víctor no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se serviría a la noche siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer, aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó con darle otra bofetada. No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces cuando tenía ganas de vomitar, pero en ese momento no tenía ganas de vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo de la oscuridad. Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los ojos desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir por la ventana y flotar, irse adonde quisiera, desaparecer y al mismo tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su madre atenaceando sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su madre.

Se levantó y fue en silencio a la cocina. La casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor dirigió su mano con precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba. Pensó en la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de crema y huevo y jerez en la cacerola dentro de la heladera.

El grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada penetró en su cuerpo y le perforó la garganta otra vez. Sólo el cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente afuera que trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la cadena del pasador y abrió.

Lo llevaron a un edificio enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero sólo eso. Como nadie preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema.

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