Serán cosas de la edad, pero hoy he amanecido con la melodía de “Baby Jane” en la almohada. Anoche, por más que invertí toda la energía de mis neuronas, fui incapaz de recordarla. En lugar de la letra que yo quería, a propósito de Rod Steward, se me cruzaba una y otra vez el “Still loving you” de Scorpions.
Supongo que en la coctelera que se esconde entre el corazón y la cabeza, ambas habían estado macerando juntas mucho tiempo.
Las había guardado con las primeras canciones que aprendí en inglés. Las recuerdo escritas en la hoja arrancada de un cuaderno y pasando de mano en mano, durante las clases que se nos hacían aburridas, para copiarlas en la trasera de algún libro o en alguna carpeta que iba acumulando huellas y palabras de la etapa de instituto.
No recordaba el videoclip hasta que lo he vuelto a ver hace un rato, para mi propia sorpresa sobre las estéticas que han pasado por nosotros sin hacernos, espero, demasiado daño.
No sé cómo podíamos, aprendernos canciones que llegaban de lejos sin tener un móvil con wifi permanentemente en nuestra mano. Yo ni siquiera tuve un walkman hasta que estuve en la universidad.
Quizá las dos canciones se juntaron por primera vez en una de aquellas cintas de casete que grabábamos y volvíamos a grabar. Y quizá, igual que se guardaban entonces, “Baby Jane” y “Still loving you”, han permanecido juntas en el baúl de mis recuerdos hasta estos días.
Es curioso cómo funcionan los recuerdos.
Hace apenas unas horas, toda mi energía era insuficiente para rescatar una melodía del recóndito rincón de la mente donde el tiempo la hubiera grabado. Y solo unas horas después, por iniciativa propia, la melodía emerge y no se deja frenar. Y no lo hace sola, sino que lo hace acompañada de imágenes, de sonidos, de olores y hasta de sensaciones, que durante bastante más de tres décadas, han estado perdidos.
Los recuerdos de plena adolescencia, han irrumpido con las canciones. Con la calma que da mirar hacia el pasado y recordar con cariño, no solo las primeras palabras en inglés, sino los primeros amores y desamores, los primeros brotes de inconformismo, las primeras muestras de compromiso; en definitiva, los ímpetus de una juventud, que de algún modo, creo que no nos han abandonado porque viven guardados, a su modo, en esa hermética coctelera que todos escondemos en algún lugar entre el corazón y la cabeza.
Algunos de los párrafos de este artículo me han recordado el trabajo biográfico, que estoy a punto de finalizar, y que, igualmente, se mueven entre el corazón y la cabeza.