A Lorenzo el Magnífico.

Hace unos días estuve de viaje en Portugal y entre las visitas obligadas cumplí con dedicar una mañana a la Librería Lello de Oporto. La encontré igual de hermosa que trece años atrás cuando la conocí. Pero añoré la casi soledad con la que la había recorrido la primera vez. Adquirí un ejemplar de una hermosa edición de «El Principe» de Nicolás Maquiavelo, en encuadernación japonesa con el centenario texto en su interior en tipografía de gran tamaño.
Hoy, en la quietud de una tarde de veroño en casa, empiezo su lectura. Me sitúo a mitad de camino entre la lectura, que tiende a ser veloz, y la contemplación de la obra de arte que tengo entre las manos. Arte en la forma de hojas dobles, encerradas en tapas enteladas negras con el lomo cosido en seda roja. Y sobre todo arte de la palabra y del significado que encierra, como un tesoro que en sus más de quinientos años de edad, se ha revalorizado.
De la lectura de hoy me quedo con esta cita:
«Tampoco coincido con quienes estimas presuntuoso el que un hombre de baja y humilde condición ose discutir y resolver las preocupaciones  de los príncipes. Porque al igual que aquellos que pintan paisajes se sitúan en lo más bajo, en la planicie, para contemplar las montañas y los lugares elevados, y para observar la llanura se colocan en las altas montañas, para comprender la naturaleza de los príncipes se ha de pertenecer al pueblo».

 

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