Escuela.

Muchas veces he dicho que lo que sé lo aprendí en la escuela.

A quienes hicieron mi escuela posible, este breve texto como homenaje.

En uno de mis textos anteriores prometí hablaros de mi escuela. Pues aquí estoy y voy a intentarlo. Empezaré diciendo que soy, sin duda, una mujer joven porque hoy creo que asistí a la escuela del futuro. No puede ser de otro modo si la comparo con la educación de la que hoy casi todos hablamos.

Mi escuela fue la mejor escuela, una  escuela privilegiada, no por lo que tuvo, los presupuestos debieron ser sin duda muy austeros. Tampoco por quienes asistimos, nos llevo allí el azar. Pero fue, gracias a quienes pusieron su empeño en ello, una escuela avanzada a su tiempo.

Mi vida escolar empezó en unas pequeñas aulas, próximas al campo, donde curse preescolar. El patio y el campo eran uno, por eso las llamaban “las camperas”. Pocos recuerdos tengo de esa etapa y no los califico. No son gratos ni ingratos. Mi familia era lo suficientemente animada como para no necesitar a otros iguales para socializarme. Mis amigos fueron llegando después, pocos conservo de mi tierna infancia.

Después tengo memoria irregular de mi colegio y sus distintas sedes. Los recuerdos se han ido borrando o haciendo nítidos a su propio capricho. Cuando de mayor, estudiante ya de magisterio, aprendí de la lateralidad y la psicología infantil entre otras cosas, entendí algún recuerdo de mí misma.

Por ejemplo, aprendí en mi escuela a diferenciar la derecha y la izquierda. Lo aprendí en el aula de primero. Entonces las ventanas quedaban a mi espalda. Eran ventanas antiguas, con cristal recio, como si siempre estuviera sucio. Solo la parte superior se abría y lo hacía hacia adentro, al tirar de una cadena. La apertura se regulaba en función del eslabón de la cadena que se fijara en el pequeño gancho clavado en el marco. Pues bien, con esos cristales a la espalda, en el puesto del aula más lejano de la pizarra, mi derecha era siempre la mano que tocaba la pared. No sé si la maestra de mis primeras letras, (que aprendí a fuerza de puntitos en cuadrícula y de gestos de manos como código de apoyo), me ayudó a recordar que esa era la derecha. Si sé que durante años, para identificarla, tuve que evocar en mi memoria esa ventana opaca a mis espaldas y la fría y blanca pared al alcance de mi mano.

Recuerdo en esa escuela, sentada en un poyete, que no tuvimos clases porque Franco había muerto. ¿Habría mejor motivo para alegrarse de la muerte de alguien?

Recuerdo el comedor y a Valentina, la eterna cocinera, con su mandil de cuadros blanco y negro. Y el olor de cada día que anunciaba el menú. Nunca he vuelto a comer aquel pollo partido en trocitos pequeños  y cocinado en salsa de algo fuerte y sabroso, pero no he olvidado aquel olor que se extendía por el patio desde la hora del recreo.

Recuerdo aquel despacho al que fuimos entrando poco a poco, a leer, a pedir material, a trabajar, … Los libros blanco y rojo pasaron por mi mano. Las máquinas de alcohol, la grabadora, fueron los instrumentos del periódico que empezamos a hacer. Las reuniones eternas después de la jornada escolar, la elección de delegados, los consejos de centro, las reuniones de padres, …

Y hasta el edificio fue cambiando. Cavamos en el huerto para hacer un jardín y en él, sobre un césped que nacía a trompicones, en uno de los árboles que ya estaban allí, colgamos un panal. Pintamos un armario para recuperarlo. Azul de fondo sembrado de estrellas, lunas y planetas blancos que fuimos dibujando con plantilla. Me han dicho que lo han visto olvidado en algún almacén municipal guardando polvo.

Recuerdo, ya en los últimos años en mi escuela haber aprendido casi todo. Recuerdo los debates, comentarios de texto, los talleres, mi inicio en la escritura, el placer de leer, los viajes, a visita a la charca a coger renacuajos, los planes quincenales, las notas personales en cada corrección, … Hablábamos allí de guerra fría, de las dos Alemanias, de Polonia y solidaridad, su sindicato. Preparamos meriendas a modo de guateques, y bailamos. Aprendí de mi pueblo y de sus calles, sus negocios, sus gentes. Conocí allí a Quevedo, Hernández, Sénder y a Rosalía de Castro. No tuvimos un libro, tuvimos muchos libros y hasta pedimos otros a embajadas del mundo, alguno de los cuales debe andar todavía por mi casa.

Justo es también decir que allí hice mis primeros amigos, y enemigos. Algunos ya no están, se han ido pronto. Otros se han ido diluyendo en los años y emergen en algún encuentro fortuito en el mundo de adultos. Con otros, la vida nos ha dado oportunidades nuevas de aprender y crear juntos. Todos cabíamos en aquella escuela, y allí fuimos felices.

¡Perdón! No os he dado los datos de tiempo y de lugar, un poco imprescindibles si pensáis que mi vida se ha movido entre escuelas. Pero no os confundáis, no hablo de la escuela que yo he hecho. Con todas sus virtudes y defectos, con mi pequeño empeño, esa escuela no alcanza a mi escuela de infancia que os evoco. De ésta es que os hablo y permitidme, queridos lectores, que lo haga con cariño, lo merece.

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